domingo, 3 de julio de 2011

Ultimo adiós en el lugar donde cayó el avión de Sol

El árbol parecía una mano abierta, de ramas secas, que proyectaba una sombra redonda. Es un árbol sin nombre el que custodia este valle que se hace espacio en la aridez de Cerro Negro. Bajo esa sombra se dejó caer un hombre de boina negra, agarró un puñado de polvo gris y lo arrojó al aire. Y después lloró, arrodillado en los yuyos que crecen por que sí en la patagonia. Por primera vez, los familiares de las 22 víctimas de la tragedia de Sol pisaron ayer la mancha negra que dejó el avión al estrellarse el 18 de mayo. El hombre de boina negra, anónimo como el árbol, resume el dolor de quienes asistieron a la misa que se hizo en el lugar, soportando los diez grados bajo cero.

Los funcionarios de la municipalidad de Los Menucos, el pueblo más cercano al lugar del impacto del avión, se encargaron de rastrear, uno por uno, a los allegados de los pasajeros y los tripulantes. Les explicaron que querían levantar una cruz y bendecir el lugar. Por el mal estado de las rutas y el cierre temporal de algunos aeropuertos por las cenizas, hasta el mediodía de ayer no sabían cuántos podrían llegar. Pero el dolor pudo más: unas 200 personas hicieron que la caravana se transforme en una larga estela de polvo.

En uno de los tres micros que trasladó a los familiares iba Yolanda Di Filippo, de Neuquén. Contó que salió decidida a ver cómo era ese lugar donde murió su marido. Hugo trabajaba en una empresa de petróleo. “Quiero hablar con la Policía, que me digan ellos que el olor a combustible y a cuerpos quemados era insoportable”, avisa Yolanda, casi en trance, como si éste fuera otro momento del mismo duelo.

Yolanda no le preguntó nada a nadie y tuvo el mismo reflejo que el resto: llegar al lugar donde se desintegró el avión y acariciar los yuyos chamuscados. Como los otros, que la igualan en tristeza, hurgó entre las piedras para llevarse un pedacito de fuselaje, algo de metal o plástico, un cable. Fue y vino por esa mancha negra con la vista al piso, como si allí hubiese una prenda de Hugo, su maletín, una huella del último suspiro. Pero Yolanda se dio cuenta que no había qué preguntar.

“Vamos a poner una foto, un llamador de ángeles, cartitas, velas. Trajimos agua y cemento”. Es la voz de Héctor Campos, el suegro de Darío Runjevac, 41 años y empleado en una empresa petrolera. Su yerno se subió en Neuquén. En tierra quedó su pareja Ruth y el hijo de ella –Nicolás, 15 años– al que crió como si fuera suyo.

“Porque el que vive y cree en mí se consagra a la vida eterna”, decía el obispo de Bariloche Fernando Maletti, al cierre de la misa. Arriba del cerro se izaba la cruz, la hermita en memoria de Darío, otra cruz de madera dedicada a Jésica Fontán, la azafata. Y el viento, que venía del norte como el avión, y levantaba remolinos de cenizas. Mientras, donde faldea el cerro, Yolanda seguía levantando pedacitos de cosas. Dos gorriones la imitaban buscando entre la ceniza, su comida.

Fuente: Clarín
Autor: Victoria De Masi

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